La aparente propagación lineal de la luz se conoce desde la antigüedad, y los griegos creían que la luz estaba formada por un flujo de corpúsculos. Sin embargo, había gran confusión sobre si estos corpúsculos procedían del ojo o del objeto observado. Cualquier teoría satisfactoria de la luz debe explicar su origen y desaparición y sus cambios de velocidad y dirección al atravesar diferentes medios. En el siglo XVII, Newton ofreció respuestas parciales a estas preguntas, basadas en una teoría corpuscular; el científico británico Robert Hooke y el astrónomo, matemático y físico holandés Christiaan Huygens propusieron teorías de tipo ondulatorio. No fue posible realizar ningún experimento cuyo resultado confirmara una u otra teoría hasta que, a principios del siglo XIX, el físico y médico británico Thomas Young demostró el fenómeno de la interferencia en la luz. El físico francés Augustin Jean Fresnel apoyó decisivamente la teoría ondulatoria.

– La interferencia puede observarse colocando una rendija estrecha delante de una fuente de luz, situando una doble rendija algo más lejos y observando una pantalla colocada a cierta distancia de la doble rendija. En lugar de aparecer una imagen de las rendijas uniformemente iluminada, se ve una serie de bandas oscuras y claras equidistantes. Para explicar cómo las hipotéticas partículas de luz procedentes de la misma fuente, que llegan a la pantalla a través de las dos rendijas, pueden producir distintas intensidades de luz en diferentes puntos (e incluso anularse unas a otras y producir zonas oscuras) habría que considerar complejas suposiciones adicionales. En cambio, las ondas de luz pueden producir fácilmente un efecto así. Si se supone, como hizo Huygens, que cada una de las dos rendijas actúa como una nueva fuente que emite luz en todas direcciones, los dos trenes de onda que llegan a la pantalla en un mismo punto pueden no estar en fase aunque lo estuvieran al salir de las rendijas (se dice que dos vibraciones están en fase en un punto determinado cuando en cada momento se encuentran en la misma etapa de la oscilación: sus máximos coinciden en un mismo momento, y lo mismo ocurre con los mínimos). Según la diferencia de recorrido entre ambos trenes en cada punto de la pantalla, puede ocurrir que un desplazamiento “positivo” de uno de ellos coincida con uno “negativo” del otro (con lo que se producirá una zona oscura) o que lleguen simultáneamente dos desplazamientos positivos, o negativos, lo que provocará un refuerzo de las intensidades, y por ende una zona brillante. En cada punto brillante, la intensidad de la luz experimenta una variación temporal a medida que las sucesivas ondas en fase van desde el máximo desplazamiento positivo hasta el máximo negativo, pasando por cero, y vuelven de nuevo al máximo desplazamiento positivo. Sin embargo, ni el ojo ni ningún instrumento clásico puede determinar este rápido “parpadeo”, que en la zona de luz visible tiene una frecuencia que va de 4 × 1014 a 7,5 × 1014 hercios (ciclos por segundo). Aunque la frecuencia no se puede medir directamente, puede deducirse de las medidas de longitud de onda y velocidad. La longitud de onda se puede determinar midiendo la distancia entre ambas rendijas y la separación entre dos franjas brillantes adyacentes en la pantalla. Las longitudes de onda van desde 4 × 10-5 cm en la luz violeta hasta 7,5 × 10-5; cm en la luz roja; los demás colores corresponden a longitudes de onda intermedias.

– El astrónomo danés Olaus Roemer fue el primero en medir la velocidad de la luz, en 1676. Roemer observó una aparente variación temporal entre los eclipses sucesivos de los satélites de Júpiter, que atribuyó a los cambios en la distancia entre la Tierra y Júpiter (según la posición de la primera en su órbita) y las consiguientes diferencias en el tiempo empleado por la luz para llegar a la Tierra. Sus medidas coincidían bastante con las observaciones más precisas realizadas en el siglo XIX por el físico francés Hippolyte Fizeau y con los trabajos del físico estadounidense Albert Michelson y sus colaboradores, que se extendieron hasta el siglo XX. En la actualidad, la velocidad de la luz en el vacío se considera que es 299.792,46 km/s. En la materia, la velocidad es menor y varía con la frecuencia: este fenómeno se denomina dispersión. Véase también Óptica; Espectro.

– Los trabajos de Maxwell aportaron resultados importantes para la comprensión de la naturaleza de la luz, al demostrar que su origen es electromagnético: una onda luminosa corresponde a campos eléctricos y magnéticos oscilantes. Sus trabajos predijeron la existencia de luz no visible, y en la actualidad se sabe que las ondas o radiaciones electromagnéticas cubren todo un espectro, que empieza en los rayos gamma (véase Radiactividad), con longitudes de onda de 10-12 cm y aún menores, pasando por los rayos X, la luz visible y las microondas, hasta las ondas de radio, con longitudes de onda de hasta varios cientos de kilómetros. Maxwell también consiguió relacionar la velocidad de la luz en el vacío y en los diferentes medios con otras propiedades del espacio y la materia, de las que dependen los efectos eléctricos y magnéticos. Sin embargo, los descubrimientos de Maxwell no aportaron ningún conocimiento sobre el misterioso medio (que correspondería a la cuerda del ejemplo mencionado antes en la sección Electricidad y magnetismo de este artículo) por el que se pensaba que se propagaban la luz y las ondas electromagnéticas. A partir de las experiencias con las olas, el sonido y las ondas elásticas, los científicos suponían que existía un medio similar, un “éter luminífero”, sin masa, que llenaba todo el espacio (la luz puede desplazarse a través del vacío) y actuaba como un sólido (ya que se sabía que las ondas electromagnéticas eran transversales, puesto que las oscilaciones se producen en un plano perpendicular a la dirección de propagación, y en los gases y líquidos sólo pueden propagarse ondas longitudinales, como las ondas sonoras). La búsqueda de este misterioso éter ocupó la atención de una gran parte de los físicos a lo largo de los últimos años del siglo XIX.

– El problema se complicaba por un aspecto adicional. Una persona que camine a 5 km/h en un tren que se desplaza a 100 km/h tiene una velocidad aparente de 105 km/h para un observador situado en el andén. La pregunta que surgía en relación con la velocidad de la luz era la siguiente: si la luz se desplaza a unos 300.000 km/s a través del éter, ¿a qué velocidad se desplazará con respecto a un observador situado en la Tierra, puesto que la Tierra también se mueve en relación al éter? ¿Cuál es la velocidad de la Tierra con respecto al éter, indicada por sus efectos sobre las ondas luminosas? El famoso experimento de Michelson-Morley, realizado en 1887 por Michelson y por el químico estadounidense Edward Williams Morley con ayuda de un interferómetro, pretendía medir esta velocidad. Si la Tierra se desplazara a través de un éter estacionario debería observarse una diferencia en el tiempo empleado por la luz para recorrer una distancia determinada según que se desplazase de forma paralela o perpendicular al movimiento de la Tierra. El experimento era lo bastante sensible para detectar (a partir de la interferencia entre dos haces de luz) una diferencia extremadamente pequeña. Sin embargo, los resultados fueron negativos: esto planteó un dilema para la física que no se resolvió hasta que Einstein formuló su teoría de la relatividad en 1905.