La teoría atómica de Dalton y la ley de Avogadro tuvieron una influencia crucial en el desarrollo de la química, además de su importancia para la física.

– La ley de Avogadro: fácil de demostrar a partir de la teoría cinética, afirma que a una presión y temperatura dadas un volumen determinado de un gas siempre contiene el mismo número de moléculas, independientemente del gas de que se trate. Sin embargo, los físicos no lograron determinar con exactitud esa cifra (y por tanto averiguar la masa y tamaño de las moléculas) hasta principios del siglo XX. Después del descubrimiento del electrón, el físico estadounidense Robert Andrews Millikan determinó su carga. Esto permitió finalmente calcular con precisión el número de Avogadro, es decir, el número de partículas (átomos, moléculas, iones o cualquier otra partícula) que hay en un mol de materia (molécula).
Además de la masa del átomo interesa conocer su tamaño. A finales del siglo XIX se realizaron diversos intentos para determinar el tamaño del átomo, que sólo tuvieron un éxito parcial. En uno de estos intentos se aplicaron los resultados de la teoría cinética a los gases no ideales, es decir, gases cuyas moléculas no se comportan como puntos sino como esferas de volumen finito. Posteriores experimentos que estudiaban la forma en que los átomos dispersaban rayos X, partículas alfa y otras partículas atómicas y subatómicas permitieron medir con más precisión el tamaño de los átomos, que resultaron tener un diámetro de entre 10-8 y 10-9 cm. Sin embargo, una afirmación precisa sobre el tamaño de un átomo exige una definición explícita de lo que se entiende por tamaño, puesto que la mayoría de los átomos no son exactamente esféricos y pueden existir en diversos estados, con diferentes distancias entre el núcleo y los electrones.

– La espectroscopia: uno de los avances más importantes que llevaron a la exploración del interior del átomo y al abandono de las teorías clásicas de la física fue la espectroscopia; otro avance fue el propio descubrimiento de las partículas subatómicas.
Cuando se calienta una sustancia gaseosa ésta emite luz en una serie de frecuencias determinadas; la distribución de estas frecuencias se denomina espectro de emisión. En 1823 el astrónomo y químico británico John Herschel sugirió que las sustancias químicas podían identificarse por su espectro. En los años posteriores, dos alemanes, el químico Robert Wilhelm Bunsen y el físico Gustav Robert Kirchhoff, catalogaron los espectros de numerosas sustancias. El helio se descubrió después de que, en 1868, el astrónomo británico Joseph Norman Lockyer observara una línea espectral desconocida en el espectro solar; sin embargo, las contribuciones más importantes desde el punto de vista de la teoría atómica se debieron al estudio de los espectros de átomos sencillos, como el del hidrógeno, que presenta pocas líneas espectrales (análisis químico).
Los llamados espectros de líneas (formados por líneas individuales correspondientes a diferentes frecuencias) son causados por sustancias gaseosas en las que, según sabemos hoy, los electrones han sido excitados por calentamiento o por bombardeo con partículas subatómicas. En cambio, cuando se calienta un sólido aparece un espectro continuo que cubre toda la zona visible y penetra en las regiones infrarroja y ultravioleta. La cantidad total de energía emitida por el sólido depende mucho de la temperatura, así como la intensidad relativa de las distintas longitudes de onda. Por ejemplo, si se calienta un trozo de hierro la radiación emitida comienza en la región infrarroja, y no puede verse; después la radiación se desplaza hacia el espectro visible, primero con un brillo rojo y luego blanco, a medida que el máximo del espectro de radiación avanza hacia la mitad de la zona visible. El intento de explicar las características de la radiación de los sólidos con las herramientas de la física teórica de finales del siglo XIX llevaba a la predicción de que, a cualquier temperatura, la cantidad de radiación debía aumentar de forma ilimitada a medida que disminuía la longitud de onda. Este cálculo, en el que no se logró encontrar ningún error, estaba en desacuerdo con los experimentos y además llevaba a una conclusión absurda, la de que un cuerpo con temperatura finita pudiera radiar una cantidad infinita de energía. Estas contradicciones exigían una nueva forma de considerar la radiación e, indirectamente, el átomo (rayos infrarrojos; radiación ultravioleta).