Las mutaciones fueron descritas por primera vez en 1901 por uno de los redescubridores de Mendel, el botánico holandés Hugo De Vries; en 1929 el biólogo estadounidense Hermann Joseph Muller observó que la tasa de mutaciones aumentaba mucho con los rayos X; más tarde, se vio que otras formas de radiación, así como las temperaturas elevadas y varios compuestos químicos, podían inducir mutaciones. La tasa también se incrementa por la presencia de alelos específicos de ciertos genes, conocidos como genes mutadores, algunos de los cuales parece ser que producen defectos en los mecanismos responsables de la fidelidad de la replicación de ADN; otros pueden ser elementos que se transponen.

La mayoría de las mutaciones genéticas son perjudiciales para el organismo que las porta. Una modificación aleatoria es más fácil que deteriore y que no mejore la función de un sistema complejo como el de una proteína; por esta razón, en cualquier momento, el número de sujetos que portan un gen mutante determinado se debe a dos fuerzas opuestas: la tendencia a aumentar debido a la propagación de individuos mutantes nuevos en una población, y la tendencia a disminuir debido a que los individuos mutantes no sobreviven o se reproducen menos que sus semejantes. Varias actuaciones humanas recientes, como la exposición a los rayos X con fines médicos, los materiales radiactivos y las mutaciones producidas por compuestos químicos, son responsables de su aumento. Por lo general, las mutaciones son recesivas, sus efectos perjudiciales no se expresan a menos que dos de ellos coincidan para dar lugar a una situación homocigótica; esto es más probable en la procreación consanguínea, en el apareamiento de organismos muy relacionados que pueden haber heredado el mismo gen mutante recesivo de un antecesor común; por esta razón, las enfermedades hereditarias son más frecuentes entre los niños cuyos padres son primos que en el resto de la población.