La sexualidad es un conjunto de fenómenos emocionales y de conducta relacionados con el sexo, que marcan de forma decisiva al ser humano en todas las fases de su desarrollo. El concepto de sexualidad comprende tanto el impulso sexual, dirigido al goce inmediato y a la reproducción, como los diferentes aspectos de la relación psicológica con el propio cuerpo (sentirse hombre, mujer o ambos a la vez) y de las expectativas de rol social. En la vida cotidiana, la sexualidad cumple un papel muy destacado ya que, desde el punto de vista emotivo y de la relación entre las personas, va mucho más allá de la finalidad reproductiva y de las normas o sanciones que estipula la sociedad. Además de la unión sexual y emocional entre personas de diferente sexo (véase heterosexualidad), existen relaciones entre personas del mismo sexo (véase homosexualidad) que, aunque tengan una larga tradición (ya existían en la antigua Grecia y en muchas otras culturas), han sido hasta ahora condenadas y discriminadas socialmente por influencias morales o religiosas.

Durante siglos se consideró que la sexualidad en los animales y en los hombres era básicamente de tipo instintivo (véase instinto). En esta creencia se basaron las teorías para fijar las formas no naturales de la sexualidad, entre las que se incluían todas aquellas prácticas no dirigidas a la procreación. Hoy, sin embargo, sabemos que también algunos mamíferos muy desarrollados presentan un comportamiento sexual diferenciado, que incluye, además de formas de aparente homosexualidad, variantes de la masturbación y de la violación.

La psicología moderna deduce, por tanto, que la sexualidad puede o debe ser aprendida. Los tabúes sociales o religiosos (aunque a veces han tenido su razón de ser en algunas culturas o periodos históricos, como en el caso del incesto) pueden condicionar considerablemente el desarrollo de una sexualidad sana desde el punto de vista psicológico.
El neurólogo Sigmund Freud postuló la primera teoría sobre el desarrollo sexual progresivo en el niño, con la que pretendía explicar también la construcción de una personalidad normal o anormal en el mismo. Según Freud, el desarrollo sexual se inicia con la fase oral, caracterizada porque el niño obtiene una máxima satisfacción al mamar, y continúa en la fase anal, en la que predominan los impulsos agresivos y sádicos. Después de una fase latente o de reposo, se inicia la tercera fase del desarrollo, la genital, con el interés centrado en los órganos sexuales (véase aparato reproductor). La alteración de una de estas tres fases conduce, según la teoría de Freud, a la aparición de trastornos específicos sexuales o de la personalidad; con el paso del tiempo, algunas de las tesis postuladas en su teoría del psicoanálisis han sido rechazadas, en especial sus teorías sobre la envidia del pene y sobre la vida sexual de la mujer.

A partir de la década de 1930, comenzó a realizarse la investigación sistemática de los fenómenos sexuales; posteriormente, la sexología, rama interdisciplinar de la psicología, relacionada con la biología y la sociología, tuvo un gran auge al obtener, en algunos casos, el respaldo de la propia sociedad, principalmente durante los movimientos de liberación sexual de finales de la década de 1960 y principios de la de 1970.

Los primeros estudios científicos sobre el comportamiento sexual se deben a Alfred Charles Kinsey y a sus colaboradores. En ellos pudo observarse que existen grandes diferencias entre el comportamiento deseable exigido socialmente y el comportamiento real. Asimismo, se observó que no existe una clara separación entre el comportamiento heterosexual y el homosexual ya que, según encuestas de esa época, el 10% de las mujeres y el 28% de los hombres admitían tener comportamientos homosexuales y un 37% de los hombres estar interesados en la homosexualidad. En la década de 1960, William H. Masters y Virginia E. Johnson investigaron por primera vez en un laboratorio los procesos biológicos de la sexualidad, elaborando el famoso Informe de Masters y Johnson.

Actualmente, en el límite de las formas ampliamente aceptadas de comportamiento sexual se encuentran las llamadas perversiones. La evolución en los usos y costumbres y el ensanchamiento del margen de tolerancia ha hecho que conductas consideradas tradicionalmente perversas se admitan como válidas en el marco de los derechos a una sexualidad libre. Sólo en los casos de malestar o de conflicto del propio individuo con sus tendencias, o en aquellos en los que se pone en riesgo la integridad física y moral de terceros, se impone la necesidad de tratamiento psicoterapéutico.
La sexualidad, en definitiva, no debe apartarse de dos principios fundamentales: el mutuo consentimiento y la superación de la autocensura, para que cada individuo se acepte a sí mismo, aunque ello exija a veces lograr el difícil equilibrio entre las inclinaciones individuales y ciertos prejuicios y atavismos sociales (véase también mito y conducta sexual; transexualidad).